- ¿Os
imagináis como serán esos países de los que nos ha hablado don Tomás? –
preguntó Gonzalo al resto.
- Pues
serán como nuestro pueblo pero con tres o cuatro casas más – respondió Rizos –
No puede haber mucha más gente en ningún sitio, ¡no cabrían!
- Claro
que son más grandes – corrigió Toby. ¡Mucho más grandes!
- ¡Eso
es mentira! – gritó Rizos, sacudiendo la melena por la cual recibía su apodo.
Tú no las has visto. No puedes saberlo, y don Tomás tampoco, porque todos
sabemos que nunca ha salido del pueblo.
Lipe, entretenido con su
bocadillo, no hacía caso a la conversación. Pero sus compañeros no dejaban de
discutir:
- Si
pudiéramos ver lo que hay detrás de todas estas montaña… - Se lamentaba Gonzalo
- Tal
vez algún día lo veamos… - respondió Toby, pensativo.
Toby, Gonzalo, Rizos y el bueno
de Lipe vivían en un pueblo rodeado de montañas, un pueblo pequeño de no más de
cien habitantes. Lipe no era más que la abreviatura de Felipe, pero desde
pequeño el mismo se llamaba así y con ese mote se quedó. Tenían 10 años y, como
todos los niños de su edad, iban al colegio; aunque no un colegio como el que
conocemos en la ciudad.
Don Tomás, el maestro del pueblo,
daba clase en su propia casa: un pequeño cortijo en las afueras del pueblo. En
una de las habitaciones del cortijo había algunas mesas y sillas para los
alumnos y una pizarra, donde don Tomás explicaba las lecciones, a veces
demasiado aburridas. Los alumnos no se agrupaban por edades, todos los niños
del pueblo iban a la misma y aprendían lo mismo que el resto. El patio trasero
de la casa servía como la zona de juegos y almuerzo en la hora del recreo. Justo
en ese patio era donde tenía la conversación inicial de este relato.
Los niños continuaron imaginando
el futuro: ¿Cómo serían los colegios? ¿Utilizarían libros los niños? ¿Habría
robots en vez de maestros? Cuando volvieron a clase, abordaron a Don Tomás con
todas sus dudas y él, muy convencido, respondió a todas sus preguntas:
-
Los colegios del futuro serán muy diferentes a
los de ahora, al nuestro y a todos. Los niños no necesitaran ir a clase, porque
podrán ver al maestro desde casa tumbados en la cama. Las lecciones las
escribirán ellos mismos, según lo que quieran saber y recordar, y todo quedara
guardado en pequeños aparatos, del tamaño de un grano de arroz para no tener
que llevar libros.
Los niños le escuchaban
ensimismados, y alguno incluso se atrevía a aportar sus propias hipótesis sobre
el futuro:
-
Además habrá unas gafas supersónicas, para poder
ver cualquier lugar en cualquier momento, sin tener que moverte, gritó Lipe.
-
¡Y lápices mágicos que escriben solos cuando
hablas!, apuntó Rizos
-
Y pizarras que se borran solas, y en las que los
dibujos con tiza se mueven, - continuaba Gonzalo - y que se pliegan para
llevártelas casa y seguir dibujando, y que nunca se acaba el espacio para
escribir, y,.., y,.., y,..
-
Tranquilo, Gonzalo – zanjó entre risas Don Tomás – iremos
hablando poco a poco de lo que nos espera en el futuro.
Toby les escuchaba atentos, sin
impresionarse demasiado, pero convencido de que todo aquello de lo que
hablaban, sería real en el futuro. En ese momento sonó un pequeño timbre que
indicaba que el horario escolar había terminado por hoy. Todos salieron
corriendo porque hoy tenían más prisa de lo habitual. Un circo había llegado al
pueblo, solo estaría dos días allí, y esa tarde iban a ir ellos a ver la
función.
Por la noche, cuando llegaron a
casa después del circo, Toby cenó rápido y se metió en su habitación. Su madre,
extrañada, se acercó a preguntarle si le pasaba algo, y él le respondió que no,
que sólo quería dibujar lo que había visto en el circo. A su madre no le
extrañó la respuesta porque a Toby le encantaba dibujar y, además, se le daba
muy bien. Así estuvo Toby toda la noche, dibujando y dibujando, hasta las cinco
de la mañana más o menos que consiguió terminar.
Al día siguiente, el sueño hizo
que le costara un poco más levantarse, pero las ganas que tenía ese día de ir
al colegio le ayudaron. Fue casi corriendo y sin desayunar.
Al llegar a clase de don Tomás
corrió hacia la mesa del maestro y sacó de su cartera un montón de papeles
dibujados. Don Tomás le pregunto qué era todo aquello.
- ¡Una
torre! – grito emocionado Toby. Una torre para mirar por encima de las
montañas, y poder ver ese futuro del que nos habla usted.
- Pero
hijo…. intentó responder don Tomás.
- ¡Tenemos
que construirla!
Todos los niños y niñas de clase,
menos Lipe, empezaron a reírse y burlarse de Toby. Él miró a don Tomás
esperando su respuesta.
- No
podemos hacer eso – respondió el maestro
Las carcajadas continuaban entre
sus compañeros, Toby empezó a llorar y salió corriendo de la escuela. Las
clases siguieron ese día como siempre, entre alguna sonrisilla provocada al
acordarse aun de la locura que proponía Toby.
La preocupación llegó al pueblo
por la noche, cuando nadie sabía dónde estaba Toby, en su casa no sabían nada
de él desde la hora del desayuno, y sus amigos ya no lo habían visto desde que
se fue de clase llorando. Los días siguientes fueron días de búsqueda, pero
nadie encontró a Toby.
Lipe no se lo podía creer.
Culpaba a sus compañeros de que Toby hubiera desaparecido:
- Habéis
sido vosotros, por reíros de la idea de su torre – gritaba Lipe, mientras
lloraba. ¿Sabéis qué os digo? ¡Que yo construiré esa torre! Lo voy a hacer por
Toby y, cuando la tenga, desde arriba lo buscaré.
Lipe cogió los dibujos de Toby,
donde salía el dibujo de la torre y el sitio exacto donde se debía construir, y
recorrió todo el pueblo buscando carpinteros y leñadores herreros,
constructores, transportistas, artesanos y todo aquel que pudiera echar una
mano. Gonzalo y Rizos, por supuesto, fueron los primeros en ayudar después de
haberse repuesto de la bronca de Lipe. Estuvieron trabajando semanas, y meses,
siempre pensando en que aquello era lo que Toby quería, y por eso lo
terminarían.
Quince meses después la tuvieron
terminada, y Gonzalo, Lipe y Rizos, fueron los primeros en probar si la torre
de Toby funcionaría tal y como él tenía pensado. Subieron a la primera altura y
se asomaron. Sólo se veían montañas. Subieron a la segunda altura, y vieron más
montañas. Así pasó con la tercera, y la cuarta, y todas las alturas hasta
llegar a la última, donde ya casi tocaban las nubes. Desde allí también se
veían montañas y nada más.
A lo lejos divisaron una caravana
que avanzaba hacia el pueblo. Con todo el trabajo de esos meses se les había
olvidado que el circo volvía de nuevo a estar por allí. Bajaron la torre,
desilusionados, porque no dio el resultado que esperaban, y porque seguían sin
rastro de Toby.
Mientras esperaban que se
acercara la compañía del circo, los chavales discutían sobre qué podrían haber
hecho mal para que no funcionara. Entonces, Rizos, gritó:
- ¡Mirad!
Ahí, en la primera carreta.
Todos se giraron hacia el
comienzo de la compañía circense y dieron un grito de alegría al ver que
sentado junto al primer conductor iba… ¡Toby!
Corrieron hacia él, y empezaron a
abrazarle, como si tuviera premio el que más se acercaba a él y a preguntarle
cosas. Él explicó lo que había pasado:
- Cuando
os reísteis de mí, me enfadé mucho porque sabía que mi idea podría salir bien.
Al salir de la escuela, vi que el circo estaba preparado para marcharse, y
hablé con un domador y dos trapecistas, para ver si podía irme con ellos.
- Y,
¿dónde has estado? – preguntó Lipe, sin terminar de creerse que su amigo
estuviese de nuevo aquí.
- He
ido por todo el mundo. Y desde cada sitio he mirado hacia el punto donde
debíamos construir la torre y he comprobado que sí que se ve.
Sus amigos se miraron, como no
sabiendo qué decir. Al final, Gonzalo, se atrevió a responderle:
- Toby,
hemos construido la torre, y desde allí no se ve nada.
- ¡Vamos!
– dijo Toby
Fueron juntos hasta la
construcción, y empezaron a subir escalones. Toby les contaba cosas que había
visto donde había estado: los colegios eran enormes edificios llenos de
pantallas donde los alumnos hablaban entre ellos desde sus casas, no había
nunca nadie en clase, porque todos trabajaban y hacían los deberes desde el
sitio que quisieran.
Toby les contaba que los
profesores no mandaban deberes a los niños, ni operaciones, ni listas de
nombres para aprender; les pedían que jugaran, que inventaran, que lo grabaran
todo con unos aparatos plateados para después enseñarlo a sus compañeros y
explicarles lo que podrían aprender si ellos también lo hacían. Los lápices
escribían solos, las pizarras eran infinitas, y se borraban sin ayuda; y no
había gafas supersónicas, pero si unas pulseras desde las que se podía hablar y
viajar a todos los lugares.
-
¡Todos los libros juntos no ocupaban más espacio
que nuestro cuaderno de escuela!, terminó Toby
Según se iban asomando a las
distintas ventanas de la torre, como por arte de magia, la montaña que tenían
delante de ellos desaparecía y veían un país lejano, muy distinto a su pueblo;
y podían ver las imágenes tal y como se lo había contado Toby. Así fueron
subiendo, y subiendo, y las montañas iban desapareciendo ante ellos poco a
poco. Cuando llegaron arriba del todo los cuatro amigos, miraron alrededor y
vieron que todas las montañas habían desaparecido y que podían ver todo el
mundo desde allí arriba, un mundo del futuro. Entonces Toby dijo:
- Ahora
sabemos porque Don Tomás conocía cómo era el mundo de ahí afuera, el mundo del
futuro. Sólo había que escucharlo e imaginar…